En la ladera de la Alhambra, donde la vegetación y la maleza bajan hasta el río Darro, una cueva semioculta entre la hiedra da paso a una galería subterránea que asciende hasta el palacio nazarí. 200 escalones a oscuras, bajo una bóveda rústica por donde, hace siglos, quién sabe qué personajes saldrían de palacio huyendo de las intenciones aviesas de sus parientes o se citarían para amarse mil y una noches lejos de las murallas; nadie lo sabe, algunos aventuran que podría ser un acceso al bosquecillo que daba cobijo a fieras exóticas traídas de lugares remotos, costumbre que ya entonces se estilaba entre los poderosos sultanes.
Que nadie se aventure. Hoy la cueva está cerrada con cancela, el acceso no es público y el misterio es solo cosa de historiadores. Pero haberlo, hubo. Y no es el único tramo que transcurre bajo la Alhambra. EL PAÍS ha visitado varios de ellos con la compañía de Jesús Bermúdez, responsable de Conservación del patronato del monumento, que ha puesto luz al paseo subterráneo. “La Alhambra humilde”, como él la llama —no hay en estos pasajes presagio alguno de la belleza que espera en el palacio— tuvo varios cometidos. El almacenamiento era uno de ellos: los silos bajo tierra conservaban trigo y semillas, pero también pasaban sus horas tristes los cautivos que esperaban un canje por otros prisioneros.
Este es el primer zulo que muestra Bermúdez, con una planta circular cuyas paredes ascienden descarnadas y curvas como si uno estuviera metido bajo la campana de una quesera, pero sin queso, y quizá con algunos ratones. Así yacían los prisioneros, tumbados en sus camastros: todavía hay vestigios de los ladrillos que disponían de forma radial el espacio que correspondía a cada quien. Y en la hornacina, a la cabecera, restos del vasar donde apoyaban la escudilla. No eran presos cualquiera, dice Bermúdez: los que allí sufrían tenían valor de canje, seguro. Como lo tuvo Cervantes en Argel, si se quiere tomar como la otra cara de la moneda.
Hasta ahora se han descubierto 21 mazmorras en la Alhambra, alguna de ellas gracias a la mala pata de algún jardinero que se hundió unos palmos sin querer mientras trabajaba. Seis de ellas estaban en zona militar, en la alcazaba. Un solo orificio en lo alto del zulo, al que era imposible escalar, servía para el contacto exterior.
Mientras en el salón de Comares el sultán Muhammad V recibía a embajadores y otras gentes de postín, bajo su trono, otra galería desprovista de adorno y comodidades daba alojamiento a los guardias. En la planta noble, las celosías filtraban la luz sobre los brillantes azulejos y la fecunda orfebrería de yeso. En la planta inferior, apenas una abertura de aguja en el contundente muro deja ver al militar si es de día o de noche. Casi no cabe una flecha. Bermúdez explica cómo se procedía a las rondas de los vigilantes para que unos y otros se intercambiaran el parte de sus guardias. Un laberinto de salidas y entradas que, con la muralla, hicieron del monumento una plaza inexpugnable.
La Alhambra, explica Bermúdez, planea rematar esa ladera que mira al barrio del Albaicín —atravesado también en su subsuelo por metros de galerías y aljibes— haciendo un paseo transitable paralelo al Darro, como ocurre en la otra orilla, la urbanizada. Pero no parece probable que los túneles de la Alhambra, las entrañas humildes que sostienen el lujo palaciego, se abran al público. Por el recinto, que empezó a construirse en 1237, circulan cada año más de dos millones de turistas de todo el mundo. “Claro que lo deterioran”, afirma sin ambages Bermúdez, pero no es ese solo el motivo de cerrar los pasadizos.
No hay muchas razones para meter a colegios enteros bajo un pasillo donde los móviles no registran nada de interés. Y la seguridad es otra causa. No están muy cómodos los responsables de la Alhambra con tanto loco como anda suelto. Hoy, el monumento que construyó el rey Alhamar y que admiraron los católicos, ya no es tan inexpugnable. Como todo. Pero la leyenda y la imaginación arraigan su belleza bajo tierra.
Fuente: El Pais